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Un bondi

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Por Steff Nuñez…..

Viaje en colectivo

Había esperado el colectivo ESTACIÓN HOSPITAL durante cuarenta minutos. Cuatro habían pasado, dos de fábrica y dos de cementerio, ilusionándolo cuando doblaban en la esquina de Aníbal Ponce y Pacheco; al observar el cartel rojo o el blanco con letras verdes de Siderca, se lamentaba por el tiempo perdido y pensaba en lo tarde que llegaría a su consulta con el psiquiatra.

Cuando estaba por subir al colectivo, un adolescente, con un peinado entre femenino y ridículo, se interpuso quitándole la posibilidad de ascender primero. Y cuando al fin pudo apoyar un pie en el vehículo, el chofer arrancó, dejándolo casi con medio cuerpo afuera del transporte.

El conductor ni siquiera lo miró. Terminó de subir a los tumbos y saludó. Ni un rictus pudo observar en el rostro de aquel que manejaba con las rodillas para poder mandar mensajes de texto. Se paró frente al lector de tarjeta y apoyó la SUBE en el sitio indicado. Se oyó un pitido proveniente de la máquina al son de un regaño del conductor: -¿Podés esperar un poco, pibe? ¡Qué bárbaro! -. Solo pudo morderse los labios y observar los rulos humedecidos del chofer que caían sobre la camisa celeste. Luego, contempló la inscripción en el asiento: “Hay palabras que abren muchas puertas: Disculpe, Permiso y gracias”, y tuvo que reírse. Después de la indicación del conductor, pudo pagar sin inconveniente su boleto.

Eligió el sexto asiento de los individuales para sentarse. No miró antes de hacerlo, y se arrepintió de no haberlo hecho. Era sospechoso que ese asiento no hubiese sido ocupado antes en un colectivo casi repleto, comprendió el motivo cuando sintió mojadas sus nalgas. Se creyó burlado por todo los pasajeros, optó por no mirarlos. Pensó que pararse no era buena idea. Confió en que el calor que emanaba su cuerpo, la tela fina de su pantalón y la presión de sus nalgas sobre el asiento ayudarían a secar lo mojado para cuando llegase al hospital.

Cuando estaba dispuesto a empezar su lectura, subió al colectivo una mujer embarazada con tres hijos pequeños.

El chofer también la regañó por el pitido de la máquina. La mujer, tambaleándose y renegando con sus hijos, comenzó a atravesar el pasillo mirando a los usuarios y tocándose el vientre. Algunos echaban un vistazo a sus celulares, otros fingían dormir; el adolescente, poco más, sacaba la cabeza por la ventanilla.

Él rogaba que alguien cediera el asiento antes de que llegara al suyo, pero nadie lo hizo. La mujer se detuvo a su costado, él se hundió en la lectura. Al instante, una vieja del fondo gritó:- ¡Qué vergüenza! Una madre embarazada sube al colectivo y nadie le da el asiento-. Alguien de atrás lo tocó en la parte superior de su espalda y le dijo en la nuca: -Flaco, no seas atrevido, dale el asiento a la minita, loco-. ¿Por qué no se lo darás vos, negro de mierda?-pensó. Sin embargo, sintió el deber de tener que guardar el libro y pararse. La mujer se sentó sin siquiera agradecerle. Los niños murmuraron entre risas que él tenía el pantalón mojado.

Se quedó parado, apoyado en el tercer asiento de la fila de la izquierda, en el que estaba sentada una colegiala.

Miró su raya al medio y cómo caían sus colitas de rizos dorados; contempló su chomba asomarse del sweater escote en ve bordó y aquel rosario plateado. Siguió mirando hacia abajo, se detuvo en la pollera color arena; luego, recorrió lentamente las piernas largas color leche que terminaban en unas medias a tono con el sweater y unos mocasines negros. Volvió a la falda tableada deseando tener una visión que atravesara la tela. Imaginó un culote rosado con puntillas, y pudo sentir una presión en el cierre de la bragueta.

De repente, subieron al colectivo entre diez y quince obreros, parecían dedicarse a la construcción por su vestimenta. Se amontonaron en el pasillo, todos los pasajeros que iban parados bufaban porque no quedaba ya espacio para moverse.

- ¡A ver, a ver! Pueden ir para atrás, hay lugar, no se amontonen”- vociferaba el chofer mientras escribía un mensaje de texto. Uno de obreros se paró detrás de él, agarrándose del apoyamanos de arriba. Ya no podía pensar en el culote, y algo en el calzoncillo parecía haberse escondido. Pudo sentir que la humedad de su pantalón incrementaba, algo se apoyaba encima de sus nalgas. Intentó moverse, pero era imposible.

El chofer no frenó ante una loma de burro y el movimiento del colectivo lo puso más en contacto con el pasajero que se había acomodado detrás, estremeciéndolo. No podía moverse, ni voltear siquiera. Luego, comenzó a sentir una respiración en la nuca. Transpiraba, con una mano en el asiento de la colegiala se sostenía e intentaba interponer su otra mano entre su cuerpo y el del otro, pero temía tocar aquello que rozaba con delicada presión su parte trasera.

El colectivo se detuvo en Belgrano y San Martín, allí bajó la colegiala. Aliviado pero acelerado, tomó su asiento agachando la cabeza. Sacó el libro del morral y volvió a hundirse en sus páginas.

Cuando su mente imaginaba al sordo rodeado por los fascistas, pudo escuchar al tipo de atrás le decía a alguien por teléfono: -¿Y cómo te la vas a comer esta noche?. Aquella frase desmoronó toda representación mental de la Guerra Civil Española. Intentó continuar con la lectura: era inútil. Pensó que solo quedaban diez cuadras. Un –a mí me encanta chupártela, y más cuando te meto los deditos en el…- le hizo meditar la posibilidad de ir caminando el trajín restante.

Se paró y se dirigió a la puerta de atrás, observó desde allí el rostro de aquel que hablaba sin pudor por celular. No podía entender cómo con dos dientes podía jugar a ser erótico. Pensó que caminar nueve cuadras era una picardía, y decidió bancarse ese trecho parado. Cuando estaba a cinco paradas de bajarse, pudo oír un teléfono celular sonando a todo volumen. No podía creer el ruido de tachos que tenía que soportar, seguido de un “Tu novia trola con mi pingo se ahoga/y a vos te cabe porque sos un toga”. Sin dudarlo, tocó el timbre. El chofer le gritó: – ¿Qué tocás? ¿Qué tocás? Aflojale al dedito que esta no es parada-.

Tuvo que soportar la cumbia una cuadra más, hasta que por fin el conductor se dignó a frenar. Cuando estaba con un pie en la vereda, el chofer arrancó de golpe, y él tambaleó, tuvo suerte de poder apoyar el pie derecho en la vereda. Lanzó un insulto dirigido a nadie. Respiraba hondo mientras caminaba despacio rumbo a su destino, sabía que todavía le faltaba la peor parte: atenderse en el hospital.

 


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