Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud….
Morocho de los que no conocerán jamás las canas, siempre el pañuelo de seda al cuello, voz de fumador sin haber tocado un cigarrillo no más que cuando murió el tío Cristóbal, foguista del frigorífico, de tuberculosis, a los cincuenta. El padre Horacio es de esos tipos a los que dan ganas de correr a abrazar apenas uno los conoce, no porque sobre ternura o se esté tan lejos del desamparo, sino porque la fragilidad humana se muestra en algunos aunque sea de todos.
Sin embargo ese deseo protector pierde impulso enseguida ante la figura apenas encorvada, de hombros pequeños y sonrisa huidiza. Es que el hombre muestra cierta terquedad triste, concentrada en una constante discusión interior. Impone distancia, no da posibilidad alguna al contacto físico. Queda uno a kilómetros del abrazo imaginado.
El personaje trasluce, a poco de observarlo bien, la resistencia de los alambres sufridos y tirantes en la intemperie del campo. Ojos salto-nes, enrojecidos en el borde de las órbitas, nariz filosa, cara de adolescente congelada, hace pensar en etapas interrumpidas por cambios bruscos de pensamiento, intensas búsquedas de resultados inciertos, o mejor dicho, con resultados ínfimos frente al esfuerzo realizado.
En suma, el padre Horacio es alguien que parece haber llegado de un lugar frío, en el que la vida de todos los días cuesta el alma y exige tener mucha más voluntad que en cualquier otro lado, incluido este pueblo donde no nació.
Sobre la cómoda de su pieza, la única foto de la familia tomada hace demasiados años en el puerto, el día que desembarcaron desde Italia, permite entender de un solo golpe que no es la vocación por el sacrificio de cualquier pelaje la única razón de su contenida vitalidad. Allí revive el progenitor con su estampa verdosa y de idéntica mirada enrojecida. Evita el abrazo al grupo que se apiña a su alrededor en busca de calor para semejante silencio blanco y negro. La hermana ríe porque si. Es la única que mira la cámara sin pensar, hermosa cara redonda, joven por derecho. La madre, manos en los hombros de los dos hijos, tiene el ángel de los que sirven sin preguntar.
El padre Horacio anda siempre de pantalones media estación color beige, camisa blanca, campera de nylon beige también, que le cubre por abajo de la cintura y la gorra que lleva más en la mano que puesta. Un portafolio de cuero, evidente regalo de segunda mano, flaco de papeles, lo acompaña de un lado a otro en ese nunca tener tiempo para sentarse a hablar las cosas. Se asoma, sigiloso, a las puertas donde lo esperan. Le gusta mirar a la gente por asalto, sin ese modo que todos tenemos reservados para cada uno, inclusive al espejo. Cuando lo descubren responde asintiendo la cabeza levemente, sonrisa de quien parece recobrar a un conocido lejano. Es muy rápido para descubrir si de alguien puede esperar pasión para los otros o nada más que excusas formales, buena educación y el egoísmo de las piedras.
Desde la primaria este hombre tuvo la placidez de los que están dispuestos a mirar a los demás, parados a la orilla de los problemas ajenos. Huye del mareo de si mismo que provoca la soledad sin esperanza. Cuando los deseos atropellan, cuando cualquier pasión arremete, sabe que dentro suyo existe al menos un lugar firme, una sombra verdadera, una Fe convencida. Lo mismo le pasa al destripar a sus semejantes.
Hay que aprender a no apurarse para reconocer el oro de la mierda de gato, explica en sus extensos suspiros de mesa larga, asado y vino en jarra. Esa es el secreto para no desilusionarse, repite en las reuniones de la casita sin terminar, donde se aloja, al fondo de la sacristía. Los chicos del grupo que suele rodear tanta lucidez escuchan, bajan la testa, al menos saben cuándo están actuando mal. Claro que, muchachos, no deben confundirse. Ríe irónico, descarnado. Manda la estocada final: la felicidad es otra cosa. Así en todos y cada uno de sus destinos eclesiásticos, que se parecen como gotas de vinagre.
Por estos pagos va y viene. Los años del Proceso lo vieron un tiempo largo. Los pibes llegaban hasta la parroquia con la famosa sed de Justicia y salían frescos de vino y ceñudos de pensar la vida, un poco desesperados de vislumbrar la complejidad del mundo, la debilidad reinante, la corrupción de todo orden, aún en los paraísos del catecismo, la inmensa objetividad de Dios que por eso mismo es incapaz de abandonar a nadie.
Alguna vez levantó la voz tan alta como sus dudas para citar las escrituras: Jesús echó a los mercaderes del Templo, para ellos no venía a traer Paz sino espada. No les tuvo piedad. Los pibes, embebidos de doctrina cristiana, se metieron en las villas para alfabetizar, supieron de las miserias que suelen aparecer entre las intenciones de los seres humanos, conocieron las desigualdades a una edad de juegos. Creyeron.
Cuando empezó la cosecha de cuerpos y cabezas, llegó la desbandada. El padre Horacio les consiguió destinos lejanos, rutas de escape seguras, pero de cualquier manera algunos murieron entre torturas. Una mañana entró el Obispo a la capilla. Tipo de pocas palabras, le aconsejó el espiante. Usted entenderá esta palabra tanguera, me imagino, le sonrió. Váyase hoy mismo.
Horacio miró el crucifijo de oro que colgaba del cuello de la mayor autoridad religiosa en la zona. El Obispo advirtió la dirección de semejante ironía. Antes de dar media vuelta para no volver sentenció: no me corra con la Biblia, che. Usted no es un santo para querer el martirio.
Así fue que partió hacia Mendoza y después vía Chile a un destierro en Alemania. Las pampas argentinas lo recobraron con la democracia y rodó como bolita de purrete arrabalero, según le gusta cantar y contar.
Cuando caminó estas calles de nuevo, tanto como para reconocer las cicatrices de un rostro amado que envejece, de lejos vio a uno de sus discípulos preferido, y lo reconoció porque usaba la vieja campera que le había dejado como herencia. Evitó llamarlo. ¿Para qué? Por conocidos se había enterado de que uno de los hijos del tipo había participado de una violación seguida de asesinato y que jamás se descubriría porque en la cosa estaban otros criminales con padres políticos muy fuertes. Fue hasta el terreno donde tiraron el cadáver de la adolescente. Erguido entre las ruinas de su propia Fe, rezó un rosario para si mismo. Después pasó la mano por su cara como queriendo borrar tanto desamparo.
A fin emprendió la vuelta por el atardecer.
Un grupo de chiquilines lo rodeó pidiéndole monedas. Les dio caramelos y estampitas. Acarició sus cabezas, acompañó tantas espaldas chiquitas perdiéndose entre calles de tierra sin nombre.
Después largó una puteada en silencio, pateó el suelo, apuró el paso. Se prendieron las lámparas de las bocacalles. Su figura fue de oro por un momento para perderse metros más allá, en el bolsillo de la noche más cruda.