Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud ….
El Flaco Sarlengo, siempre con el blazer de botones dorados desprendidos, se mueve a las zancadas sobre los impecables zapatazos, las solapas flameando entre los autos estacionados mirando a la calle. Al grandote vendedor de autos en la agencia Ford, cerca de avenida Anta, le queda perfecto el Juan Carlos de sus tarjetas con letra cursiva encima del ovalo azul que lo prestigia. Por el salón de baldosas rojas enceradas, pecera de paredes con vidrios de piso a techo, el Flaco actúa cada minuto. Ni bien aparece una mujer, acompañada o sola, pero principalmente morena, aparece como si no lo hubieran visto, saluda y rubrica la bienvenida con palabras lisonjeras.
Es un cantor en el eco de los techos altos con olor a perfume barato, Baglietto de la primera época, peinado hacia atrás su pelo largo y entrecano, que las deja contentas aunque sabe que la mayoría de las veces sus muchachas no podrían comprar ni en sueños aquellos autos por los que averiguan. Le encanta mover la alianza de oro con el pulgar de la misma mano al compás de los tacos femeninos que fruncen los labios hacia su acompañante si es un hombre o las risas nerviosas si se trata de amigas. La despedida sin molestias es un inquietante beso cerca de las comisuras.
JC Sarlengo sale cada tanto a la vereda, fuma un Marlboro, entrecierra los ojos al sol riéndose como si le estuvieran contando al oído algo gracioso. Luego regresa a su laberinto Ford, canta su preferida Mirta de regreso, espera sin desesperar. Al mediodía cierra, se dirige hacia la oficinita del fondo, el lugar donde termina de cerrar las ventas con clientes a los que de alguna manera deja conformes por más que las condiciones sean corrosivas para sus cuentas bancarias.
Una vez sentado sin perder la elegancia, aprovecha para ingresar a facebook. Almuerza un emparedado vegetal, según sus propias palabras, y sigue vendiendo por un mundo de nombres falsos y fotos trucadas. Allí se llama de otra manera, tiene un perro de raza como foto de presentación y captura compañías femeninas para disfrutar con discreción.
Así llegó a la vida de Naranjo en Flor, sin saber que se llamaba Silvina Lantieri, sin segundo nombre. Ella nunca le contó que prefería la paz nocturna, después de la cena, a orillas de su marido y un infaltable té con limón.
Esa hora en que los chicos caen de sueño alrededor, y su pareja bosteza. Tal vez por eso se encontraban casi a oscuras y JC la desvestía en el mismo clima lejano de la cocina, la tendía sobre un sofá largo cubriéndola de besos y ella lo montaba para empezar a moverse, primero con vergüenza culpable y luego con la decisión de los tímidos, entre halagos incorpóreos, frases sin concluir por gemidos de a ratitos, iluminada por la pantalla de un televisor que la hacía más linda. Fueron cinco encuentros y el vendedor la dejó sin excusas que la mujer jamás pidió.
La siguiente fue Ojos de Papel, una morochita de treinta y pico, que todavía va y viene de la misma oficina donde nunca se la oye levantar la voz por más que las compañeras, alguna vez, la hayan visto llorar frente al espejo del baño con vergüenza de mirarse.
Hace años que toma el 228 de las 7:20 para ir y el Chevallier común de las 17:30 al regreso, porque la deja más cerca. Es difícil verla sin el tapado negro como si fuera siempre invierno y apenas se pinta los labios. Sarlengo la conoció distinta, con su sensualidad a pleno, con sus ansias de poder volcadas en una fogosidad que le exigía Viagra, algo que terminó por ser determinante a la hora de terminar, sobre todo cuando el cardiólogo le dijo que aflojara para no quedarse en un infarto. Norma Dell Bosco sonríe cuando lo recuerda, aunque su nueva compañía no lo sabe.
Con La Morocha Argentina intercambiaron mensajes hasta el cansancio. Ella era de las que si puede, y casi siempre puede, ayuda al que se lo pide. Una mujer de sabio equilibrio al aconsejar soluciones que ojalá pudiera aplicar para su vida. Una vez le contó a Juan Carlos su sueño de viajar a Europa, aunque nunca se animara a plantearlo porque su esposo replicaba que “hay un gasto más urgente”, vos sabés.
Fue la grieta por donde se coló un encuentro para contar las experiencias del hombre Ford por geografías que jamás había visitado más allá de los folletos pero le sirvieron para conseguir tranquilas tardecitas de cama ancha y tranquilidad de deber cumplido. Ni siquiera se despidieron, dejaron de verse y ya.
La más reciente fue Solcito, trapecista de un circo santafecino que dos veces al año se va de gira por los países de América del Sur.
Cuando no viaja con su marido el domador y sus hijas, viene a la casa de su abuela que vive en un chalet de los ingleses desde donde se ve el río. Allí es Marianella Anietti, duerme en una habitación donde la cuidan como a una cajita de música. Rubia, de ojos celestes, las fotos del facebook mostrándola bronceada, sin mirar a la cámara, con el gesto de esperanza optimista que enarbola la mayoría de la gente que está sola, venció la resistencia del Flaco Sarlengo a las cabelleras blondas.
En los amaneceres que los encuentran juntos, ella habla de la angustia gris que nadie imagina al verla, subiendo por el pelo que cepilla frente al espejo. El aroma del Nescafé con leche que Solcito, espléndidamente desnuda, prepara cubierta con una camisa leve, los espera como en la infancia, sobre el mantel bordado, junto a las rebanadas de pan con miel. JC, discreto, se va antes del regreso de misa de la abuela. Está muy contento por el sexo poético de Solcito en sus retornos a la ciudad.
Casualmente la estoy viendo ahora, en esta mañana caliente de abril, con la laptop a cuestas. La apoyó en la mesa de La Catedral y ya lanzó sus dedos de uñas pintadas a cerrar y abrir ventanas. Colgó fotos de gatos, ventanas raras, viejos y viejas que la miran sin saber que quedarán guardadas para siempre en la caja chata con docilidad de instrumento musical. Ahora entra a una página especial, que le pide contraseña como una farmacia de turno la receta antes de vender algo para dormir. En instantes están en la pantallita todas las integrantes de la organización Lonely Woman, mujeres que buscan aliviar la vida cotidiana sin compromisos mediante compañías con las que pueden cerrar los ojos a la esperanza de una mentira lo más honesta posible.
Ellas se conocen por seudónimos, y es probable que sus parejas hayan sido compañía de una socia, de dos o de todas. No es lo que importa. La mujer de JC Sarlengo, sin ir más lejos, nunca sabrá de sus salidas con Naranjo en Flor, Ojos de Papel, la Morocha Argentina o Solcito. Tampoco le interesa. Solamente le cuenta a las demás su ansiedad por el primer encuentro con el Principe Feliz, un mecánico que se siente el mayor galán del universo.