Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud.
Tita, La Colorada y yo fuimos de las últimas en salir hacia el patio y recién cuando asomamos desde atrás del galpón 11 vimos a la gente amontonada que se iba arrimando con ganas de oír cantar al Negro.
Cómo pudimos saber lo que pasó con Mr Brustor, el frigorífico es muy grande, qué hacía ese inglés rengo entre nosotros justo ese día, hay cosas que no se ven fuera del lugar que les corresponde.
Tardamos en darnos cuenta de que iba en serio lo que se corría desde tan temprano, aun que nadie lo imaginó sin bandoneón, al menos una guitarra aparecida entre los alambres, como tantas veces cuando quién iba a bajar los brazos para pedir nada, ni siquiera para exigir la ropa para el hielo, y algún cantor se animaba, sin muchas ganas, en los descansos.
Si que tiene que ver: los que estamos del otro lado sabemos las cosas. Seríamos quinientas las minas el día de la huelga, comisario, y usted sabe cómo se calienta el pico del mujeraje cuando las horas corren despacio, los hombres se entretienen con las cartas, discuten para pelearse, los hombres son chicos, se lo dice una mujer. Pero ver morir a alguien indefenso es otra cosa, comisario, hay gente presa por mucho menos acá en Zárate.
Por esta boca hablan mis dos compañeras más que yo, porque juntas andamos desde siempre como hermanas en los únicos lugares donde se puede encontrar a las hembras entre tanto animal aprovechado hasta el hartazgo, si no es limpiando mierda o preparando el té gratis de los ingleses para todo el mundo, increíble ver caer una moneda del bolsillo de esa gente y eso que estoy desde los doce: tripería, la conserva y el taller de pintura para las latas de extracto.
Codo a codo el santo día se aprende a mirar por los ojos de al lado sin darse cuenta, si hasta al baño íbamos juntas sin permitirnos que la capataza nos golpeara la puerta con el palo, como hacía para que volvieran a trabajar las que se quedaban dormidas en el excusado, el orgullo se comparte sin decir palabra.
Las personas no se ven fuera del lugar que les corresponde y si dando la vuelta al perro los domingos no sabemos quién nos saluda con golpe de cabeza como en carnaval, no paramos de reírnos, al otro día, de algún zancudo de los que hombrean bolsas desde el frío hasta los barcos, o alguno que palea carbón en la caldera y anda negro de polvo hasta que llega a bañarse al rancho donde vive para volver más rápido que muchas veces se enoja a los gritos por la indiferencia.
Por eso apretamos los párpados agarradas de la mano apenitas el Negro arrancó a cantar Malevaje con el viento de enero cargado de olor verde, apagando los ruidos de a uno como quien sopla las velas de un altar a plena luz donde Dios está de más.
Fuimos apretándonos alrededor de aquellos cajones unos sobre otros hasta donde lo subieron medio a la fuerza, medio asustado al Negro si no le venían ganas de cantar, porque a veces pasa, y a mí pareció cuando en las películas van a ahorcar a alguien y la voluntad es silenciosa como una pared sin salida o la rueda que aplasta no quiere frenar, hasta que la voz del Negro aquel mediodía se elevó como una esperanza en serio, de las que te piden algo, pero también con un cacho de alegría desnuda y sin vergüenza.
Pero escuche bien, yo le hablo de ese Negro, porque después fue otro. No importa si mejor o peor, las personas no se ven fuera del lugar que les corresponde. Qué importa el Negro en Radiolandia, su cara boxeador a la buena, de pibe que lo quieran, de vendedor de rifas con el portafolio flaco que me saluda cada vez que lo encuentro en la calle como un fantasma. Cómo pudimos ver lo que le hicieron a Mr Brustor flotando en el río si a esa hora estaba cantando el Negro en medio de la huelga más justa del mundo y en un tango cabe el mundo y cierra la cancel. Cómo pudimos.