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Gato Andaluz

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Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud.

Susurro. Nadie se acuerda de Susurro, el gato del principal levantador de apuestas de la zona. El felino, atigrado en color gris, solía dormir sobre los papeles donde el hombre anotaba las jugadas de quiniela en tantas esquinas obreras.

Susurro se levantaba después de una siesta, justo cuando el hombre se disponía a contar el dinero y organizar los números, separaba uno con sus patas (¿casualidad? ¿destino?) y ese era el único que el señor jugaba adicionando una buena suma en nombre propio sin que nadie lo supiera. Lo bueno, es que la cifra elegida invariablemente salía, engrosando los fondos de su dueño que así tenía espaldas para aguantar el engaño.

La noche fatal se pelearon, la mascota no marcó ningún papelito por sobre los demás, el tipo se la jugó con cualquier cifra que no salió.

El capitalista se enteró del chanchullo del pobre infeliz por los reclamos de un seguidor del número triunfador, al que le había puesto una quincena entera porque venía de varios meses de sequía. Le pagó y supo que gracias a eso tenía un tremendo agujero en sus finanzas.

Muchas semanas después encontraron al levantador abajo del segundo puente con tres agujeros en la espalda y su mascota al lado. La ironía es que el 05, número causante del desastre, es el gato en la quiniela y por eso Susurro no había separado apuesta ganadora.

Majestad. Cáscara vacía cuando llega a casa y se sienta en la cocina moderna, los hombros caídos, la mirada sesgada hacia la ventana del jardín de invierno, tan coqueto. No hace falta saber reír como yo no podría, para disfrutar tanto disfraz por el suelo ante si mismo.

Largos minutos en que su yo descansa en el frío que se percibe como una mano helada en el lomo, desde este rincón en que su indiferencia no le permite descubrirme. Es un súbdito de su imagen allá fuera, entre gente parecida, esa que lo oye hablar pero que hace rato no lo escucha, esperando que por alguna razón desaparezca. Aunque si no lo hiciera, en el último de los casos, podrían hacer algo para ayudar a la suerte. Por lo menos lo desean. Generalmente no hay percepción cuando falta agudeza.

Elegancia. Merezco este mosaico antiguo y perfectamente lustrado para echarme como un cuello de visón, caído en la sedosa intimidad de los amantes hacia la cama en la primera noche. Quién más puede completar este silencio levemente perfumado a menta mientras en el espejo brotado del roble mi figura se convierte en mármol en la eternidad de un segundo. La representación de la vida es preferible mil veces a la vida misma en la que casi siempre sobra tiempo y el mal gusto abunda como la suciedad.

Oblongo. Algunos niegan haber conocido a Oblongo, el gato castrado del hotel Entre Ríos, donde las chicas por hora lo lustraban de caricias entre turno y turno. Sin embargo eran de los que le llevaban carne picada para distraerlo y evitar que, en medio de su pagado rato de pasión, les reclamara comida arañándoles la espalda.

Gato Andaluz

Exigencia. Puedo esperar antes de acercarme a comer. Habrá aún quién sepa apreciar el valor de las sutilezas. O no se entiende nada, como de costumbre. Pareciera que tiempo atrás fue diferente y una mirada pequeña, un desaparecer por un segundo eran contradanzas de una negación mentirosa. Comer no es únicamente alimentarse.

Una luz encendida. No me cuesta nada esperar en la ventana como una luz encendida. Es tan grande ese adentro de techos altos para que nadie recorte su figura viva y justificar la existencia hasta encender una luz, recoger el diario del suelo, poner la pava para el mate, encender la radio. Mis ojos esconden la soledad como quien demora una mala noticia.

Manzanilla. Muchísimos vieron a Manzanilla, una extraña gata de pelaje naranja y una sola mota blanca en medio de la cara, entre los ojos, sentada a los pies de su dueño, el bandoneonista Francesco Molisano, en medio del salón con piso de madera del zapatero Aguirre en Villa Angus.

Mientras escuchaba tenía los ojos cerrados, pero invariablemente los abría en el último tema, que solía ser Ojos Verdes, y lanzaba un aullido muy afinado como final. Gracias a eso Francesco cenaba y almorzaba con vino porque todos le dejaban algún billete a Manzanilla. Cuando Aguirre se jubiló, cerró la zapatería y murió a los dos meses. El del bandoneón no tocó más y Manzanilla lo aguantó en el asilo de ancianos hasta que los dos fueron un recuerdo.

Despertar, Misterio, Calma. Siempre abro los ojos antes. La sombra de su despertar, la contramuerte de mi peso leve. Resabio de un pasado donde mi figura sentada fue el centro de una ceremonia de noches negras y brillantes. El transcurrir de mi pelo sobre las piernas es la exigencia el amor cuando lo requiere mi deseo hembra. Yo permito que me acompañen. No hay nada más terrible que la sabiduría en silencio.

Milanesa. Pocos conocieron a Milanesa, la gata del bar de Eduardo, frente a la Escuela Industrial del Bajo. Andaba por el trailer plateado en el que aquel personaje ofrecía refugio a los estudiantes helados en invierno, derretidos en verano, les vendía cigarrillos de a uno, ofrecía ginebra, algo parecido a whisky, gaseosas con gotas. Cuando Eduardo cerraba el carromato, y mientras contaba billetes con el espesor de la escasez, Milanesa bebía oporto en la barra enchapada ronroneando tristeza.


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