Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud.
Milico
Camina alrededor del escritorio y cuando finaliza cada vuelta se detiene a mirarme muy de cerca. Algo más bajo, levanta su mentón con barba candado, hace muecas parecidas a sonrisas, señala lo que quiere subrayar con sus manos cortas donde resalta un anillo de sello.
Traje marrón claro, corbata, camisa celeste, peinado hacia atrás y con anteojos oscuros, cada vez que traga saliva recomienza la marcha de sus impecables mocasines de cabritilla lustrosa sobre la moquette. En esos momentos aprovecho para murmurar alguna frase que no escucha.
Creo que me tolera porque soy un técnico recién recibido y porque podría transformarme en un desocupado con firmar ciertos papeles de una carpeta negra al alcance de su sillón, que permanece desocupado pues el tipo quiere transmitir la imagen de ocupación constante.
Debajo del vidrio, cerca del rectángulo donde late mi porvenir, una lámina del Billiken que alguna vez mi abuelo me mostró en tardes lluviosas de habitaciones con penumbra. Es el rostro prolijo de un prócer y permanece indiferente a la perorata del Gerente de Personal.
-“Le dirán, si es que ya no le dijeron, un montón de cosas sobre mi persona. Ninguna buena. Todas ciertas. Soy un obsesivo del laburo, no sé hacer más que trabajar y mi puesto es cumplir órdenes. Como los milicos. Así me llaman los que serán sus compañeros de trabajo: el milico. Entré a esta planta en el 76, pateando puertas como los bomberos. Era un nido de quilomberos. Eché a la mitad y la otra mitad, en vez de agradecer que les salvé la vida, llenó de inscripciones la ciudad donde lo menos que me decían era hijo de puta. A veces pienso que fui blando.
Antes había estado en otras empresas donde siempre hice limpieza de holgazanes. A ningún dueño le gusta regalar plata a personas que se rascan las pelotas, que joden con ideologías en vez de laburar. Entonces llaman a los tipos como yo, que no le hacemos asco a nada. A mi me basta caminar un par de meses, o menos, por los galpones, por las oficinas, para detectarlos. Los huelo. Tipos canosos que sonríen cuando me hablan queriendo ganarse confianza. Treintañeros capaces de mentir hasta la muerte de su madre. Personajes que suponen tener agarrado a Dios de la barba, vienen a batir a otros, no se avivan que yo soy quien ocupa semejante lugar.
Como este general Lavalle del Billiken, que me acompaña en cada trabajo, anduve en muchas batallas contra los que no entienden que la única salida es agachar el lomo y cumplir lo que decía el General Perón: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Cumplir con su tarea y listo. Cada cual debe producir por lo menos lo que consume. Otra máxima de Don Juan Domingo. Los zurdos lo leyeron como se les dio la gana. Creyeron que era Fidel Castro. Pobres de ellos.
Mire, muchacho, los que quieren cambiar las cosas por izquierda, los que hablan con frases lindas, de palabras fuertes, terminan en cuanto se los asciende o en cuanto se los detecta y se les da una patada en el orto. Me quisieron matar varias veces. Amenazaron a mi familia. Pusieron bombas en mi casa. Pero no lo consiguieron ni lo conseguirán. ¿Por qué? Porque me protegen la razón, cualquier patrón y Dios. Creo en Dios, el único que hace Justicia en este mundo de mierda.
Pasarán los años y al final van a descubrir que gracias a mis servicios muchos han mejorado su existencia, tenido lo que siempre quisieron, disfrutado de un fiel servidor del que más paga. Y quién le dice usted mismo no sea uno de los que me extrañe cuando cualquier figurita sin autoridad ocupe mi puesto. Así que le deseo lo mejor. Trabaje con ganas, sea agradecido y recuerde que siempre lo estoy vigilando. Vaya tranquilo”.
Fue mi primer día de trabajo en la Siam, de donde me retiré a los pocos años sin volverle a hablar. Hoy lo recordé porque vi el aviso fúnebre, su foto ovalada, y percibí el olvido como él a los atorrantes.
Sueño al general
El chico vigila la expedición recién desembarcada en San Pedro para combatir contra Don Juan Manuel de Rosas que la voz dibuja desde la radio grande sobre la alacena, en la tarde lluviosa de invierno, mientras hace los deberes en la mesa con hule de la cocina.
El general azul, flaco, aunque no muy alto, luce extrañamente pequeño sobre su caballo moro que brilla entre los jinetes vigorosos pero torpes para sujetar en el acto a sus cabalgaduras cargadas de atados, armas y barriles. El día es soleado, aunque el relato no lo mencione, mientras banderas y soldados se mueven excitados por la novedad y el desorden del muelle.
Pero el general, que la voz describió melancólicamente perdido en el anticipo del final de la historia recomenzada desde el principio como despertada de un mal sueño, mantiene la espalda erguida como los que se educaron afuera y no importa el dolor o el esfuerzo que cueste llevan la cabeza erguida, el mentón en punta, la barba perfectamente cortada por manos femeninas, la ropa ajustada, la preocupación permanente de mirar lejos, pensar con la cabeza del enemigo.
Cada tanto, una guitarra imita el galope del ejército en camino hacia Buenos Aires que el general advertirá con los ojos del chico por las torres de las iglesias.
El relator anticipa que el general no entrará a Buenos Aires para pelear contra Rosas, perseguido por quien mandó fusilar en los campos de Navarro. No van por el camino Real que cuentan los libros, andan por la orilla del Paraná donde el chico se sabe perder todos los veranos. Recién cuando el paisaje sea norte puro y desconocido, el general y los soldados que queden transcurrirán de noche y por senderos de piedra, muertos de frío y lejanía. Así lo imagina él y así será.
La campaña se va convirtiendo en huída sin pausa mientras la lluvia que borra el patio detrás de los vidrios de la puerta frente a los ojos del chico, transforma en luz verdosa la caída del sol que parece para siempre como las penas a esa edad.
Hasta que una mano cansada, en medio de la canción que alrededor del fuego la única mujer suplica que guarden su llanto, aprieta el hombro del chico como puede un hombre abrazar a un hijo con la muerte en la manera de mirar.
Despierta tapado con un poncho que alguna vez fue celeste y como puede se suma al círculo de espaldas inclinadas hacia las llamas naranjas que amenazan desaparecer en la quebrada que adivina, con asombro infantil, en los colores opacos bajo la niebla.
Tantas veces ha oído a la voz de la radio pintar esas montañas que las distingue sin dudar, mejor que si las hubiera visitado en realidad. Las voces camaradas que vivaquean son eco de plata en la transparente atención del pequeño incorporado a la ceremonia secreta de la amistad. El general, en medio de ellos, tiene sombras de Cristo en la barba raída, en el asentimiento de lo que oye. El chico compara la escena con las del misal que suele espiar en la cómoda de su madre.
No le importa si no volverá a verla, ha leído demasiadas historias de niños en la guerra de la Independencia. Sonríe iluminado cuando el general lo invita a subir a su tordillo para pasar la noche en una casa de Jujuy. Pocos caballos ingresan al pueblo agachados de jinetes, sombras que buscan cierto patio de ladrillos, una galería por la que asoman persignados al brotar de los fusiles que custodiarán el sueño del general, la mujer y el chico.
La paz se rasga en medio de la noche, crecen visiones de sangre que atormentan. Los centinelas gritan en la calle, fogonazos se apagan antes de abrirse como flores venenosas, cascos de caballos huyen después de disparar a la ventana altísima tras la cual duermen rendidos los que han sido descubiertos o vendidos por traición.
Cuando el silencio recupera el aliento, el general llora la bala en el pecho del chico que yace crucificado en el piso, arropado por el poncho sin color, como un hombre que ha perdido a su hijo. A su lado, grita el dolor de una mujer.