Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud….
La debilidad del Negro Fabián Oviedo es su mujer. Por eso lleva en el medio de la gruesa agenda, que parece a punto de explotar de papeles, la entrada a la matinee de Chatos del día en que conoció a Susana, su esposa, madre de los tres varones que trabajan con él en el negocio de refrigeración desde que salieron de la secundaria.
Cada tanto, cuando la ocasión lo permite, suele mostrar ese papelito amarillo y manoseado, buscando complicidad emotiva para ese antiguo y valioso recuerdo que regresa al enjambre de facturas, presupuestos y folletos de repuestos como una estampita.
El Negro ha llegado al Esperanza Café Bar media hora antes de la cita y se ha sentado a la mesa que más le gusta, la última contra la pared, luego de descargar con alivio el celular y el libraco de la agenda en la silla contigua. La costumbre de mirar desde el fondo le viene del colegio industrial, donde siempre se sentó en el último banco por la seguridad de espalda cubierta y por aquel inigualable placer de ver llegar a todo el mundo de frente que la experiencia le fue regalando.
Acostumbrado a reunirse seguido en el lugar a tratar con los compradores de empresas, palometas financieras, espera la primera visita.
Llega puntual dentro de un traje azul, insoportable por lo ajustado y detrás de una sonrisa impecable. Se sienta despacio el contador Andrada, de quien casi nadie conoce el nombre, y marca con sus ojos alguna silueta de mujer para que Oviedo se entretenga antes de meterse en la desagradable tarea de firmar cheques para pagar impuestos, coimas, servicios. Cuando todavía no se secó la tinta, declara el estado de las tarjetas, guarda los papeles y se retira silencioso como un mago con clase.
A veces vienen los hijos para hablar de lo que haga falta, pedir plata para meterse en una licitación, consejos que desoirán. En todas las oportunidades el Narigón Euclides, de eterno moñito, le acerca el cortado y la medialuna, casi sin mirarlo, con la naturalidad de dueño de casa que al Negro le acaricia el alma y lo hace sonreír mientras sorbe el líquido espumoso y dulzón. Antes de irse, sus dedos largos toman la propina de la mesa y, mientras la guardan con discreción como si no importara, deja caer en voz bien baja un número para la quiniela. Al Negro no le gusta el juego, pero agradece con gesto corto.
Sin embargo no son tiempos de calma. Desde hace unos tres meses, en los que apenas ha podido pegar un ojo, Fabian Oviedo navega aguas jodidas. El reflejo entre los vidrios del bar muestra su cabeza casi calva surcada de venas y arrugas distintivas del que ha pasado por peores y ha salido más fortalecido.
Sonríe de oficio, mira los vaivenes de la puerta blindex con una desacostumbrada ansiedad, idéntica a la que goza cuando la reconoce en quienes vienen al pie de su habilidad. Los disfruta ni bien entran, filet de merluza, como suele contarle a su mujer cuando los cruza en cualquier parte y lo saludan inclinando la cabeza. Justo al revés de hoy.
Prende un cigarrillo y recién descubre que lo ha hecho cuando pasa entre las mesas la Turca Mariana, el autotitulado mejor culo de Zárate, y le tira un beso camino al baño. Tose, no tiene aire para decir el piropo que ha pensado.
Busca la hora en el celular, lo abandona, mira el televisor mudo en Crónica TV, siente el golpeteo del corazón en primer plano y por un momento lo abandona la seguridad que lo acompaña como una coraza desde adolescente.
El horizonte de su vida está desacostumbrado a las tormentas fuleras. Se pide calma a si mismo, como aquella noche en Chatos cuando sintió el deseo entre las piernas como un caballo salvaje al ver pasar a Susana, puro fuego de veinte años y colegio de monjas.
Cuando después de seis meses la desnudó en el departamento que le prestó Juanchi Aguilera, sintió lo mismo que un beduino con una cantimplora llena cerca de la boca. Sacude los retazos del pasado, quema esas pompas con el cigarrillo, dibuja un cero en el aire.
Entonces dejo de mirarlo desde afuera y abro la puerta del Esperanza con aire de Luis Miguel. Ignoro a la mesa donde sé que me espera. Calculo que necesita el tiempo necesario para calar al que llega por la manera de caminar, la caída de los brazos, la altura de la mirada, el gusto para vestirse.
En la elegante oficina del comercio y taller es lo mismo: su escritorio mira a la puerta de entrada, la foto de Susana observa desde la luna de miel en Bariloche, Oviedo puede controlar todos los movimientos.
Estuve allí varias veces las últimas semanas, cuando sentí que era el momento de pescarlo con un tirón de tanza.
Me escuchó con rabia de labios apretados, incrédulo, quiso negociar y me negué por principios. Nunca aflojo de entrada, como él. Al fin le pareció que amenazarme con romperme los huesos era la solución para que me fuera tan lejos donde Susana pudiera olvidarme. El y los tres vástagos la vieron entrar con el arma y en diez minutos se terminó la historia
Me acerco a paso cada vez más lento. Dejo la calcomanía de una caricia sobre la mejilla de la Turca que busca sustento para su cuerpazo. Sé muy bien lo que el Negro guarda en esa agenda, además de la entrada que me mostró llorando. Tiene un cheque bien planchadito ahí adentro, jugoso y salvador para un hombre enamorado de Susana pero con muchas, demasiadas deudas.